viernes, 19 de febrero de 2021

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ENTRE LAS PAREDES DEL ZENDAL 

 

Amanece un nuevo día y parece igual que los anteriores. Sin embargo, nada es igual desde el pasado lunes. Tras diez días de síntomas referidos como “una gripe fuerte”, me derivaron a mi hospital de referencia donde tras una noche interminable, dictaminada por alta fiebre y falta de oxígeno, me trasladaron al recientemente inaugurado Hospital Isabel Zendal. 

  

Las imágenes y recuerdos se agolpan en mi memoria. Querría guardarlos todos minuciosamente como una caja de música, donde todos sonasen al compás, con fiel reflejo de la realidad. Pero lo cierto es que según van aconteciéndose las horas desde mi alta, temo que los recuerdos vayan disipándose y reintegrándose por sabe Dios qué. 

 

El momento en el que te dicen que tienes que irte al Hospital Zendal. En aquel preciso instante, pasas de tener coronavirus -proceso que ya previamente te ha supuesto lo suyo aceptar-, a aceptar que te has convertido en un enfermo de coronavirus. Condición diferente, puesto que el desarrollo de la enfermedad de repente ya es incierto y pasas a depender de pasar días críticos en los que estás completamente en manos del capricho de un ser -aún no se deciden si categorizarlo como vivo- que quiera hacer o deshacer contigo. 

  

Llegas en silla de ruedas, resultado de que tus pulmones tienen la capacidad justa para permitirte sobrevivir y no pueden disponer una pequeña partida ni siquiera al hecho de caminar. Qué necios cuando nos creemos dueños de nosotros mismos. Nada nos pertenece, ni siquiera nuestro oxígeno. 

  

Llegas tú, tan pequeña para el mundo. Una más de los miles que han pasado por esa gran entrada. Techos donde hay más oxígeno del que tú ni en tus mejores sueños te imaginarías para ti y que días después te enterarás que renuevan cada cortos periodos de tiempo para asegurarte vía libre de virus en tus vías respiratorias. Y donde te has convertido sin quererlo, en una enferma de coronavirus. Ya no hay marcha atrás. Ya no puedes volver a casa a recuperarte con un tratamiento. De ahí tienes que salir curada. O no.  

  

Y comienza un periplo de corazones que laten a la par por ti. E inician un baile acompasado por tu dignidad y serenidad y de un tono compasivo que jamás te hubieras imaginado en un lugar como aquel. Donde te miran a los ojos y te sacan a bailar en tu silla de ruedas. Y te llevan por los pasillos por los que ya han pasado miles como tú, con cientos llorando también como tú. Y de repente, resultado de un paso nuevo del baile perfectamente organizado, una misiva de caras sonrientes, aparecen ante ti, para secarte las lágrimas y sacarte a bailar. ¡Y te dan la bienvenida! No el pésame, sino la bienvenida. Te están abriendo las puertas, como si aquel lugar fuese un lugar del que poderse alegrar uno de formar parte. Y lo que tú no sabes aún, es que es vas a hacerlo. 

  

Y lo que a ojos de tus familiares y amigos que desde sus casas esperan una noticia tuya supone una experiencia de soledad y miedo, se convierte ante tus ojos en la historia de compañía más grande jamás imaginada. 

  

No recuerdo cuándo me despojé de mi ropa de calle para finalmente pasar a ser enferma. Con mi pijama de la dignidad, eso sí. No fuera nadie a creerse que iba a ponerme yo un pijama de hospital y ser de verdad una enferma de coronavirus. Tuve que esperar para ello a que mi marido hiciese cuarenta kilómetros para traerme una maletita de cabina de avión con los enseres que humanizarían los días venideros. Y no me imagino su experiencia. Hemos hablado poco de ella. Pero entrar en aquel enorme recinto y saber que tus miedos se hallaban tras la zona de recepción, pero que no podría abrazarlos, ni besarlos, ni llorarlos... 

  

Qué difícil me imagino empacar aquella maleta...Poner en cada artilugio todo el amor que quieres hacer llegar. Tu cepillo de dientes, tus zapatillas de andar por casa que ya se habían convertido en zapatillas de andar por el hospital. Todo con el fin de disfrazar el hecho irremediable de que eras una enferma de coronavirus e intentar aparentar que eras solamente una enferma. Normalizar lo innormalizable. Porque ser una enferma de coronavirus, tiene ese tinte que tienen algunas enfermedades, en las que desconoces el devenir de los acontecimientos. No hay expectativas a las que aferrarte. Todo puede pasar. Te dicen que todo depende de la voluntad durante los próximos días de un virus que tal vez decida dejarte mejorar o que considere que aumentar tu neumonía puede ser un buen plan. Y tú no puedes hacer nada más que esperar. Y los médicos no pueden hacer nada más que esperar. Y los enfermeros, los auxiliares, los celadores, no pueden hacer nada más que esperar. Sin embargo, no cesan de bailar mientras esperan. Te sacan a bailar cuando te traen tu medicación, dan unos pasos contigo cada una de las decenas de veces que acuden a comprobar tus constantes. Haciendo de madres amorosas que acuden al llanto de sus niños en plena noche.  

  

Todos esperan. Mientras Dios te atiende. Él te lleva de sus manos. Desde el primer minuto en el que entras en aquel recinto con las lágrimas surcando agrios canales cortados por la mascarilla. Sujetando fuertemente un rosario entre mis manos, como si de un ancla se tratase. Y una de tus compañeras de baile, reconociéndolo alegremente, te anuncia a bombo y platillo que hay dos capellanes en el hospital. Y qué sé yo si ella era creyente, atea o agnóstica. Ella sólo bailaba para mí, sin importarle si bailábamos al mismo son. Siendo o no creyente, actuó como herramienta de Dios para calmarme como una madre amorosa.  

  

Y desde ese momento, ya nunca jamás me volví a sentir sola. Me sacaban a bailar los médicos, los enfermeros, los celadores, los auxiliares. Y por la tarde me vestían de gala para ir con los capellanes a tomar la Comunión. Algo increíble que nunca me había planteado. Durante los años que hace que me convertí -ya de adulta-, siempre había ido a la Casa de Dios a comulgar. Como todo hijo de Dios, nunca mejor dicho. Sin embargo, ese primer día, Dios estaba “bajando” a mi casa temporal a darse para mí. Incomprensible. Yo, tan pequeña, tan poca cosa. Y se había hecho, no sólo hombre para mí, sino pan de vida para mí.  

  

 

El primer capellán que me atendió, con el que nos reímos durante toda la tarde fuente de mi equivocación al confundirlo con personal médico y darle mi parte de síntomas, que aguantó estoicamente hasta que me contestó con un “me alegro hija, pero yo soy el cura”, de las primeras cosas que me dijo tras revelarme su condición de personal del clero, fue “eres su niña amada. Tu nombre incluso te lo dice. Amanda: la que es amada por Dios”. Y así él también me sacó a bailar, y me calmaba con sus besos de padre amoroso y seguía haciendo crecer la historia de amor y compañía más grande contada para mí. 

  

Y mientras tanto, por si fuera poco, había cientos de personas que estaban rezando por mí. Que presentaban ante Dios en las misas mi recuperación. Cientos de personas, muchas de ellas incluso desconocidas para ambas direcciones, que daban un espacio de su alma a mi persona, y marcaban el número directo de Dios para pedirle por mí.  

  

Y tal vez no lo entiendas y a estas alturas de la lectura si es que has llegado, te suene a chaladuría. Porque incluso a mí al comienzo me lo sonó. Si algo no comprendía, es cómo durante todos estos días, no ha habido un momento de flaqueza en mí. Cómo no ha aparecido el miedo, emoción tan mamífera y tan humana. Cómo nunca la ansiedad entró dentro de mí para convertirse en el peor síntoma de la enfermedad. Me planteé incluso que psicológicamente estuviera viviendo un proceso de disociación. Que lo traumático de la situación, estuviese impidiendo sentir el miedo que, de manera natural, hubiera provocado en cualquiera. Y, sin embargo, aunque lo esperaba con cierta impaciencia, nunca llegó a aparecer. Y ahora sé que no fue un proceso psicológico. Que, sin duda, mi estado base mental, ayudó. Que mis recursos mentales fueron también herramientas que impidieron pensamientos intrusivos, evitando crisis de pánico. Sin embargo, la calma en la que me veía acunada, no tenía nada que ver con lo psicológico. Me dedico a esto. Llevo casi dos décadas dedicándome a la psicología. Sé distinguirlo. Y es por ello que sé perfectamente, que lo que viví aquellos días, fueron caricias de Dios que me llevaban en brazos por todo aquel camino.   

 

Y sigo llena de experiencias nimias a la par que inmensas, que soy consciente no podré nunca plasmar en palabras. Que sólo Dios las conoce, y que imagino tiene que ser así. Pero necesito hacer un último esfuerzo en hacer palpable mi agradecimiento. No quiero repetirme ni resultar pesada, pero entender lo que habéis supuesto para mí. Cada uno de vosotros: enfermeros, auxiliares, celadores, médicos. Vosotros habéis sido la más grande compañía que jamás imaginé que podría experimentar en una situación de este calibre.  Gracias por vuestros apelativos. Por vuestros “cariño, bonita”, con los que nos hacíais parte de vosotros. Gracias por ofrecernos las comidas que más nos gustasen, por interesaros por nuestras apetencias y sólo velar por nuestros intereses. Gracias por vuestro aliento, por vuestras esperanzas. Gracias por los libros que nos traíais cada día para amenizar nuestras horas. Gracias por vuestro sentido del humor, por vuestros intentos de hacernos sonreír. Gracias por vuestra limpieza, por vuestros cuidados de higiene. Gracias por acudir a nuestros auxilios en la noche. Por calmar nuestros miedos. Gracias por manteneros ahí, con vuestras historias, vuestros miedos, vuestras propias cruces que sólo vosotros lleváis y que no nos hacéis conocer. Gracias, infinitas gracias.  

 

Gracias a los dos capellanes, Javi y Miguel. Manos de Dios que me acunaron durante aquellos días. Sin vosotros, la experiencia hubiera sido completamente diferente.  

 

Gracias a las personas con las que compartí mis miedos. Las compañeras de las que me hablaron al llegar y me dijeron que haríamos “piña”, y que yo ingenuamente no entendía qué piña habría que hacer. Y que desde entonces estáis en mis oraciones a diario. Gracias a todas vosotras, por hacerme también parte de vuestra familia durante aquellos días. 

 

Ojalá y mis palabras os lleguen a todos. Ojalá y ya no tuviesen que llegar nadie más.  Pero a los que inevitablemente vayan a tener que vivir la experiencia, espero de corazón no tengan que soportar más miedo que el de la propia enfermedadQue sepan que tras esa entrada, sólo les espera cariño y compasión. Y las sonrisas más dulces que ningún EPI puede tapar.  

 

En Madrid, a 16 de Febrero de 2021